El motor ruge monótono. Una nota sostenida que deja de ser sonido para perderse en el silencio. Marcos “El Fantasma” Solís siente que flota mientras conduce el tractocamión; afuera todo luce gris, borroso, como si estuviera alucinando. 

Se frota los ojos, toma un sorbo de café casi tibio y sigue avanzando. La noche está por llegar y ni siquiera repara en su ruta o su destino: sólo avanza por inercia. No está consciente de cuánto tiempo lleva manejando, ni hace cuánto durmió o comió. No tiene clara la hora de entrega ni si le falta mucho para llegar. Se siente desolado. 

En realidad lleva siete días fuera de casa y los pocos diálogos que ha tenido fueron para dar o responder los buenos días, para pedir un plato de comida y pagar la cuenta. Tiene amigos colegas y escucha la radio, pero después de 30 años siendo operador, ahora ese aparato que escupe voces se ha vuelto una máquina de vacíos. Los sonidos de la soledad.

En la mente se repite “qué te pasa, Fantasma”, “¿ahora eres tu 10-28?”, “¿hacia dónde vas, para dónde va tu vida?” Y no se responde, sólo repite esas preguntas. De pronto los pensamientos se le escapan por la boca y empieza a susurrar una canción de cuna que le cantaba su abuela cuando era niño.

Duérmete, mi sol, 

duérmete, mi vida, 

duérmete, mi amor, 

dueño de mi vida.

En los últimos meses, y en especial la semana más reciente, el cuerpo de “El Fantasma” se había movido como si el alma lo hubiera abandonado. La carretera, que una vez fue el lienzo de sus sueños, se había convertido en una cinta interminable que lo llevaba de un lugar a otro, pero sin destino.

Por supuesto que estaba acostumbrado a la soledad, como su única compañera de viajes, pero hasta esa fiel escudera puede resultar traicionera. En eso pensaba cuando sintió que sus manos le temblaban. No era de cansancio, sino de un pánico interno que le apretaba el pecho.

Hacía mucho había olvidado la última vez que había dormido una noche completa sin despertarse sobresaltado. Las pesadillas eran siempre las mismas: un accidente de camión, su familia esperándolo en un horizonte que se desvanecía. Ahora, la falta de sueño y la ansiedad lo hacían alucinar. 

Junto con el temblor de las manos llegó también el dolor de cabeza: una migraña de muerte. Un zumbido agudo y apenas perceptible le invadió los oídos. Se frotó los ojos, pero la visión seguía borrosa.

Necesitaba detenerse, pero alcanza a adivinar un acotamiento o acaso un parador. El dolor en el pecho le complica la respiración y el pánico se agranda. Se sintió roto. No era el miedo a un robo, a un accidente. Era el miedo a la nada. El miedo a perderse en esa carretera que ya no le ofrecía nada. 

Se orilla despacio, justo donde hay algunos camiones con colegas seguramente descansando. No hay vida, no hay luz. La nada. Apaga el motor y, al fin, el silencio fue absoluto. Sólo el sonido de su respiración agitada y su corazón martilleando contra sus costillas.

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Bebe agua, se mira en el espejo y desciende. No sabe bien qué hacer, pero la sombra lo arrastra hacia fuera y empieza a dar vueltas sobre su vehículo. Piensa en la muerte, en sus hijos, en sus nietos y en su esposa. Tiene ganas de abrazarlos y, por primera vez en 30 años, se echa a llorar sobre sus rodillas, hincado en la oscuridad que lo abraza. 

Recuerda haber estado ahí casi una hora, hasta que se vació y la calma volvió a su cuerpo. Sabe que es hora de hacer una pausa, tomar vacaciones, descansar, reflexionar, elegir qué quiere para su vida el tiempo que le quede y saber, con seguridad, cómo habrá de continuar, al igual que nosotros, Al lado del camino.

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