La transición hacia la movilidad sostenible es un objetivo compartido por Gobiernos, empresas y sociedad. Sin embargo, para que los avances tecnológicos y las inversiones de gran escala se conviertan en realidad, la industria automotriz —uno de los sectores más estratégicos de la economía global— requiere algo que muchas veces se pasa por alto: la certidumbre legal.

El desarrollo de nuevas tecnologías en transporte, como los vehículos eléctricos, el hidrógeno, la digitalización y la conducción autónoma, implica inversiones multimillonarias y una planeación de largo plazo. Ninguna empresa puede arriesgar recursos humanos, financieros y tecnológicos si las reglas del juego cambian constantemente o si existen vacíos legales que abran la puerta a interpretaciones contradictorias. 

La certeza jurídica brinda confianza a los inversionistas, previsibilidad a los consumidores y estabilidad a los Gobiernos que buscan alcanzar metas de descarbonización y competitividad.

En México, un ejemplo claro es el prolongado proceso de transición hacia el uso exclusivo de diésel de Ultra Bajo Azufre (UBA). Pemex ha requerido años y miles de millones de dólares en inversiones para adecuar sus refinerías, y aun así no se ha logrado eliminar por completo el diésel regular. 

Esta falta de coordinación legal entre autoridades energéticas, económicas y ambientales genera incertidumbre para la industria automotriz y de autotransporte, que depende de la disponibilidad del combustible adecuado para poder cumplir con normas ambientales más estrictas. Lo que sucede en México ilustra cómo la ausencia de certidumbre impacta a toda la cadena productiva y puede retrasar metas de sostenibilidad.

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EU y la ausencia de claridad para una movilidad sostenible

En Estados Unidos, el reto es distinto, pero con implicaciones similares. Ahí sólo se comercializa diésel UBA, pero las normativas ambientales se han vuelto cada vez más exigentes y han estado cambiando de acuerdo con las políticas de cada administración, lo que obliga a la industria a realizar ajustes constantes en plantas productivas y tecnologías de motores. La ausencia de claridad en la ruta regulatoria complica la planeación tanto del sector privado como de todos los niveles de Gobierno.

En este contexto, la industria automotriz de vehículos pesados enfrenta un desafío mayúsculo: producir unidades más limpias, ya sea con motores de combustión interna cada vez más eficientes o con tecnologías de transición hacia cero emisiones, como la electromovilidad, el gas natural o el hidrógeno. 

La disyuntiva para las autoridades ha sido definir hacia dónde dirigir los recursos y qué regulaciones endurecer primero. El camino es complejo porque las tecnologías evolucionan a ritmos distintos —unas más rápidas, más económicas, más ligeras o eficientes— y porque los intereses de los sectores ambiental, energético y económico no siempre coinciden.

Además, las armadoras siguen estrategias comerciales divergentes: mientras algunas concentran esfuerzos en la electrificación, otras apuestan por el hidrógeno o por perfeccionar el motor diésel. Todas persiguen el mismo destino: una descarbonización completa del transporte. Pero no existen atajos. Sin una política pública clara y estable, la transición puede fragmentarse y perder credibilidad.

Un delicado equilibrio

La movilidad sostenible no es únicamente un tema ambiental, es también económico y social. La industria automotriz es un motor de empleo y un pilar de la competitividad en América del Norte, gracias a la integración de sus cadenas productivas. 

Para avanzar de forma ordenada hacia la sostenibilidad, los Gobiernos deben encontrar un delicado equilibrio entre la protección ambiental, la viabilidad económica y la competencia justa.

Aquí la autoridad juega un papel crucial: elaborar políticas públicas que den a la industria la certeza legal suficiente para invertir, innovar y mantener un camino sostenible en los próximos años. Con certidumbre, la movilidad sostenible podrá acelerar; sin ella, corre el riesgo de quedarse en neutral.

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