Andrés tiene las manos al volante justo cuando siente como un mordisco en el riñón. Lleva ya cinco horas sin detenerse y la postura le incomoda. Se le nota en el rostro. No está cansado, pero es visible el dolor en la parte baja de la espalda. Se mueve un poco para acomodarse mejor, pero eso no ayuda, sólo lo distrae. Intenta engañarse.
De sus 45 años lleva ya 27 manejando, de tal manera que los kilómetros recorridos ya le empiezan a cobrar factura, ya que la gran mayoría del tiempo no hubo otra cosa más que el camión. Sin ejercicio, comiendo lo que sea, durmiendo cuando era posible y sin revisiones médicas ni acompañamientos. Nada. Sólo la carretera y él.
Mientras se soba el riñón recuerda a su padre, también trailero, y en su memoria lo ve ya cansado, viejo y con varios achaques, al igual que otros operadores. La única forma en que se bajó del camión fue para ir al hospital, de donde ya no salió. Se murió de trailero, decían.
Andrés tiene tres hijos y, aunque ya no son niños, piensa en que le gustaría poder pasar más tiempo con ellos. Acompañarlos, al menos, ahora que se están volviendo adultos. Antes no lo hizo porque andaba en el camión y el poco tiempo en casa era para descansar.
Piensa también que su padre no pudo o no quiso o no supo cómo estar más tiempo con él y con sus hermanos. Ni ausente ni presente, sino todo lo contrario. Hasta que se murió y ellos ya estaban grandes. En realidad nunca lo extrañaron porque nunca estuvo.
No quiere eso para él, piensa mientras el dolor arrecia y se recorre por toda la cintura. Siempre ha sabido que debía tomar mucha agua, pero prefirió los refrescos y el café. Hace un año, cuando ese dolor apareció por primera vez, el médico le dijo que era efecto del volante, que debía hacer ejercicio y tomarse unas vacaciones. No hizo ninguna de las dos.
No tiene nietos, pero los imagina. Los piensa como una segunda oportunidad para jugar con ellos, llevarlos al parque, ver películas o enseñarles a nadar. Todo lo que no hizo como padre y que ahora ya es tarde. “No quiero acabar como mi padre”, se dice para dentro mientras la luz del sol lo sorprende meditabundo y contrariado.
Cuando piensa en su padre y en otros operadores se imagina llegando a la edad que tenía cuando murió: 75 años. No sabe si llegará a esa edad, pero sí sabe que no quiere llegar en las mismas condiciones y mucho menos hacerlo amarrado al camión, como única forma de vida. Su padre siempre les dijo que manejar era lo único que sabía hacer y que no se hallaba cuando se bajaba de él.
Yo sí, piensa. Yo sí quiero comer con mis hijos, salir con ellos, acompañarlos en sus proyectos, preguntarles sobre sus planes y, de ser posible, ser parte de ellos o ayudarles en caso de que así lo requieran.
“No quiero hacerme viejo en el camión y mucho menos que esto sea lo último que haga en la vida. Ya viví para trabajar y ahora quiero hacerlo al revés: trabajar para vivir. O mejor aún, dejar de trabajar para vivir más”.
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Cuando susurra estas palabras nota que está por llegar a su destino y le cae el veinte: puede buscar carga de regreso o nomás volver a casa, aunque sea vacío. Tomar unos días y checarse ese dolor que ahora dio un poco de tregua, pero que no se va del todo.
Decide lo segundo y vuelve a casa para estar ahí, sin plan, sin prisa, sin motivo. Sólo con la única convicción de que seguro se habrá ganado el derecho a tomar esta pausa quizá de una semana y que seguro en la empresa no tendrá problemas, ya que sabe que tiene días de vacaciones de sobra.
Y eso hace, vuelve a casa. Es domingo. No tiene muchas certezas, pero sí una muy clara: quiere cuidarse ahora para el viejito que será mañana. No quiere hacerlo cuando sea más tarde, como muchos operadores. Quiere estar bien y seguir sólo un rato más, al igual que nosotros, Al Lado del Camino.
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