El calor del camión sofoca. Afuera, el sol cae pesado sobre la carretera y todo lo que se mira más allá. Adentro, el aire acondicionado es insuficiente. Ricardo transita entre la conciencia y el delirio que le provocan esos 42 grados. Ha manejado 15 horas sin detenerse.
De la nada, la luz azul intermitente en su espejo retrovisor lo sacó de sus pensamientos. Una patrulla de la Guardia Nacional se acerca indicando que se detuviera. Ricardo suspira; otra revisión de rutina, pensó. Estaciona su enorme vehículo a un lado de la carretera y espera.
Dos agentes se aproximan a la cabina. Uno de ellos, con gafas de sol y una expresión adusta, le pide sus papeles y la documentación de la carga. Sin miramientos, el conductor se los entrega, pues está acostumbrado a estas revisiones.
Mientras el agente de las gafas revisa los documentos, el otro sube al estribo para echar un vistazo al interior de la cabina. Le pregunta si puede revisar la unidad, por mero protocolo. Ricardo duda, pero acepta, así que desciende del camión bajando con él su teléfono y su cartera.
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El segundo uniformado entra en la cabina y empieza a revisar el camarote, moviendo la ropa, los zapatos y algunas cosas que estaban por ahí. Justo en ese momento, Ricardo repara en la bolsa que dejó en la colchoneta, muy a la vista.
«¿Qué llevas aquí, amigo?», pregunta el agente, señalando la bolsa de plástico olvidada.
Es una pregunta retórica, pues la respuesta es evidente.
«Son mis ‘pericos’, Jefe, ya sabe, para llegar”.
“Pero son muchas, ¿no? ¿A poco todas son para usted?”, pregunta el oficial.
“Sí, lo que pasa que las acabo de conseguir y como estaban a buen precio, pues aproveché la oferta”
“Pero sí sabes que esto es ilegal, ¿verdad?”, vuelve a decir el uniformado, ya tuteándolo.
Ricardo siente un escalofrío, pues sabe que, en efecto, son medicamentos controlados, y en la bolsa no hay uno ni dos, son casi 10 las pastillas que tiene ahí.
«Pero no vaya a creer, oficial, no es para vender, es para uso personal. Solo para mantenerme despierto», tartamudea.
Los agentes se miraron entre sí con una sonrisa apenas perceptible.
«Mira, amigo, tenemos dos opciones», dijo el primero. «Podemos llevarte detenido por posesión de sustancias controladas y narcomenudeo, lo que significa cárcel y un montón de problemas legales. O podemos arreglar esto aquí y ahora».
El corazón de Ricardo se acelera. «¿Arreglarlo? ¿Cómo?», pregunta con voz apenas audible.
«Ya te la sabes, amigo. Para darte la atención. El tamaño del problema no es menor, así que no podemos dejarte ir por menos de 20 mil pesos”.
No traía 20 mil pesos, pero ve a los policías decididos a salirse con la suya, y claro, él sabe que tiene las de perder, pues de entrada ellos tienen razón en la detención, pero no en la extorsión.
“No sea malo, oficial. Nomás le junto 12 mil y eso tengo que transferirle porque en efectivo nada más traigo tres. La verdad es que no es negocio ni nada, aunque entiendo la gravedad del tema. Yo la regué al traer tanta pastilla”.
No hay mucho más que hablar. Después de unos instantes los uniformados regresan a su patrulla y esperan a que Ricardo retome la ruta y seguir, al igual que nosotros, Al Lado del Camino.
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