Cuando Javier Gutiérrez nació, una de sus tías dijo que tenía ojos de gato, y eso bastó para inmortalizar su apodo, pues todos en su casa y después en la calle y en la escuela, así le decían, al grado de que pocas personas conocían su nombre de pila, pero todos sabían su sobrenombre. 

Es probable que ese apodo lo haya marcado también desde la infancia, cuando descubrió que en su casa, en la calle y prácticamente en toda la comunidad, pululaban los animales: desde los más comunes como perros, gatos y pajaritos hasta los más exóticos como los cerdos, vacas, toros y un camello. Le encantaban los animales.

Ya sea que fueran suyos, de sus familiares o de cualquier vecino, para Javier todos eran suyos, y jugaba con ellos, los cuidaba, les daba de comer y hasta les ponía nombre cuando no lo tenían. Imaginaba que de grande sería médico veterinario, para poder ayudar a todo animal cuanto pudiera. 

Y aunque su familia no era rica, hacían lo posible para proveerle las condiciones necesarias para que estudiara y fuera feliz, al grado de que vendieron parte del ganado para enviarlo a estudiar la preparatoria a la capital del país. Ellos eran de una provincia lejana del Estado de México. 

Una vez concluido el bachillerato tuvo acceso a la universidad para cumplir su sueño de convertirse en veterinario, y desde el primer momento se ofreció para hacer prácticas en el hospital de pequeñas especies del campus. Le gustaba hacer de todo, aprender y ayudar a los médicos con más experiencia. 

“El Gato” Gutiérrez tenía una gran aura con los animales y también con las personas, pero el destino le tenía una sorpresa para nada fortuita. Su madre enfermó y su padre le pidió ayuda, pues en el pueblo no había los recursos ni las medicinas para tratarla, así que se fueron a vivir con él a un cuarto que rentaba en la Ciudad de México.

Pero todo fue empeorando, pues se acabaron los recursos y la enfermedad se agravó, de tal manera que él tuvo que dejar sus horas en el hospital para conseguir un trabajo en un taller mecánico cercano a su casa. Atendían vehículos diésel y también le halló muy rápido, al grado de que el dueño le dijo que si no se animaba a manejar un tracto que recién había arreglado. 

Había buena paga y también la certeza de que el trabajo duraría el tiempo que Javier decidiera. Y aunque éste dudó, terminó por aceptar, ya que la situación económica se había vuelto insostenible. Pensó que cuando su madre se recuperara podría volver a la universidad, ya que sus maestros y compañeros también le ofrecieron todo tipo de ayuda. 

Empezó con viajes locales y siempre regresaba a dormir a casa, para ver los avances de su madre, aunque eran pocos y, a veces, nulos. Pero no se desanimaba, ya que también tenía que hacerse cargo de su padre, que se la pasaba todo el día cuidándola y no más. No habían tenido más hijos y las tierras del pueblo hacía rato habían dejado de ser productivas. 

Para su fortuna, el patrón le ofreció viajes foráneos con el doble de salario, pero también con mayor sacrificio, pues se la pasaba semanas fuera de casa, aprendiendo oficio y extrañando a sus padres. 

Ahora sus colegas del volante también le decían “El Gato”, ya que cuando le preguntaron por su 10-28, él no sabía qué significaba, así que cuando le explicaron, él les contó que así se llamaba desde siempre, pero algunos le decían Javier, bromeaba. 

El año sabátido que había tomado en la universidad se convirtió en 10, justo cuando su madre falleció, aunque con una buena calidad de vida en este periodo. Javier estaba tranquilo y satisfecho de que pudo proveerle buena atención médica y siempre buenos tratamientos. 

Ahora podía regresar a los viajes locales y retomar la escuela, pero se dio cuenta de que ese barco ya había zarpado, pues el volante se convirtió en su gran pasión, tan grande con la que había sentido por los animales, pero eso sí, en su casa había montado una suerte de dispensario para atender casos menores de animales enfermos o accidentados. 

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En sus días libres eso hacía. La gente le llevaba a sus mascotas para cortarles el cabello, las garras, bañarlos, desparasitarlos o alguna revisión no muy profunda, pues hasta eso “El Gato” había mantenido contacto con gente de la universidad, a quien acudía cada que no podía con casos de mayor gravedad. 

No es que se haya resignado, sino que creó su propio destino. Supo que el volante era su pasión y que los animales también, pero que no podía con ambos, así que cualquier que hubiera elegido él estaría feliz. 

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