La vida de Ricardo «El Chato» García se escribió sobre el asfalto. Más que una elección, fue una vocación heredada, grabada a fuego en su memoria desde que sus pies apenas alcanzaban los pedales de un triciclo oxidado.

Desde niño, Ricardo sólo tuvo un héroe: su abuelo, don Anselmo. Conducía un viejo Kenworth, bautizado como La Chata, justo como se les ha dicho desde siempre a los tractocamiones cab over. 

Cada fin de semana, Ricardo subía al asiento del copiloto de La Chata y se perdía en el olor a diésel, el crujido de la caja de cambios y el eco profundo del claxon. Desde aquellas lunas, su abuelo le dijo que ese camión algún día sería suyo y no sólo eso, sino que podía ser su tocaya, pues también necesitaba un 10-28, así que lo nombró “Chato”. El niño fue feliz. 

—Un tractocamión es mucho más que fierros, Mijo—, le decía don Anselmo con las manos curtidas en el volante—, es tu casa, tu oficina y tu mejor amigo. Pero, sobre todo, es la escuela más dura que hay.

Pero esta historia no es una película con felicidad para siempre y desde siempre. A los quince años, el destino lo golpeó con la fuerza de un camión sin frenos. 

Sus padres murieron en un accidente ajeno al transporte, y poco después, don Anselmo, su único pilar, se fue de un infarto. 

Ricardo quedó solo, con la única herencia de una deuda que pesaba sobre la deteriorada casa familiar y, en un taller arrumbado, La Chata, una mole de acero que requería más dinero para arrancar que el que Ricardo podía ganar en un mes.

La lucha contra el hambre comenzó. Ricardo trabajó de lavacoches, de chalán en mercados y cargando bultos. La carencia era una sombra constante, pero cada noche, sin importar el cansancio, Ricardo se colaba al taller.

No había nadie que le enseñara, así que tuvo que aprender solo, usando los manuales viejos del abuelo y la luz de una lámpara de pilas. Aprendió a identificar el sonido del motor antes de que fallara, a cambiar un neumático que pesaba el doble que él, y a desmontar y armar el motor de la Chata pieza por pieza. Cada tuerca oxidada era una lección, cada mancha de grasa, un título.

Le tomó cuatro años de sudor y sacrificios ver a La Chata volver a la vida. No era el camión reluciente de su abuelo; la pintura estaba descolorida, los asientos rotos y le faltaban algunas luces, pero el motor, el corazón, rugía.

Con diecinueve cumplidos, Ricardo se sentó en el asiento de cuero desgarrado. Había obtenido su licencia y ya tenía su primera carga, fue un flete local, unas cuantas toneladas de material de construcción. La carretera no tuvo piedad. Los primeros viajes fueron un infierno: se equivocó de ruta en Ciudad de México, sufrió un sobrecalentamiento en pleno desierto de Sonora y, peor aún, fue víctima de un robo menor que lo dejó sin el poco dinero que había ganado.

Pero Ricardo se aferró a la lección del abuelo: el camino enseña más que cualquier escuela.

Hoy, «El Chato» y su compañera, «La Chata» (ya restaurada y con un motor potente), son una leyenda de respeto y admiración en 57. Sus cicatrices —físicas y del camión— son testimonio de la batalla ganada.

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El Chato no solo venció al hambre y la carencia; demostró que la verdadera herencia no es material, sino la tenacidad de levantarse cada vez que la vida te tumba. 

Cuando El Chato se detiene en un parador y apaga el motor, sabe que cada kilómetro recorrido es un homenaje a un niño que soñaba con el olor a diésel y a un abuelo que le enseñó a ser un luchador de la carretera. Es la historia de cómo la soledad y la necesidad forjaron al mejor conductor del asfalto.

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