El sol calienta el asfalto de la carretera en Irapuato. Javier «El Halcón» Mendoza ajusta el volumen de la radio, donde escucha un reporte vial sobre incidentes en la zona, retenes, bloqueos y accidentes. Lleva una valiosa carga de electrónicos y eso siempre lo pone nervioso. Conoce los riesgos, pero nunca ha sufrido un robo.
«Tramo peligroso», advierte la voz de la radio. «Extremen precauciones, compañeros».
A sus 50 años, Javier ya es un veterano de la carretera, pues lleva haciendo esto desde los 17, cuando uno de sus tíos le enseñó a manejar. Ha visto de todo: accidentes, bloqueos, la soledad infinita de la noche, paisajes de embrujo y comida digna de los dioses.
Pero en los últimos años, la inseguridad se ha vuelto una sombra que nunca desaparece. A pesar de que las empresas invierten en rastreo GPS y botones de pánico, él sabe que esas herramientas son sólo un paliativo y no una cura. Ni con los retenes.
Apenas unos instantes después, una camioneta SUV blanca le da alcance y le hace señales con luces estroboscópicas. Por el espejo retrovisor, ve a dos hombres con chalecos tácticos y cascos, uno de ellos con un arma de asalto.
«¡Guardia Nacional!», pensó.
Siente alivio, pues va con la zozobra de los robos y el anuncio de la radio. “Mejor retenes que robos”, piensa, aliviado. Baja la velocidad y se orilla con cuidado. Cuando se detiene, un hombre uniformado se acerca a la ventanilla.
«Documentos, por favor. Tenemos un reporte de anomalías con su carga,» le dice con voz áspera.
Javier le entrega sus papeles, pero algo le hace ruido. Los ojos del hombre, fríos, casi vacíos, no observan los papeles, sino que más bien le escanean el interior del vehículo. Justo en ese momento, el operador ve que el escudo del chaleco era una calcomanía mal pegada. Su corazón se acelera al descubrir la farsa: no son policías.
«Salga del vehículo con las manos en alto, ahora,» ordena el segundo hombre, apuntando con el arma.
Javier obedece. Su mente está en blanco y siente su corazón queriendo salirse del pecho. En total son tres hombres. Los otros dos se meten al vehículo en busca del botón de pánico y con un jammer para bloquear la señal del GPS.
La inercia hizo que Javier se moviera hacia atrás de la cabina, siempre con las manos en alto.
El líder del grupo, el de la voz áspera, se acerca y le dice: «ya sabes el juego, viejo. Nos llevamos la carga. No hagas nada estúpido y vivirás para contarlo.»
Javier siente con la cabeza mientras el que trata de desactivar el botón de pánico no sólo no lo logra, sino que lo activa y alcanza a decir: “trae truco este botón, ya se activó, mejor hay que pelarnos”.
El líder hace una mueca de enfado y baja su arma, aunque atina a decirle al conductor que ni se le ocurra decir nada. Que tuvo suerte, que no arranque hasta dentro de media hora.
Los hombres armados regresan a su vehículo y desaparecen en segundos. El conductor no sabe si debe bajar, llamar a la empresa, esperar… también quiere gritar, llorar, correr, pero mejor respira y espera un poco de calma. Sabe que pudo no contar esta historia y por eso, ahora sí, los ojos le escurren, porque justo en ese momento puede seguir, al igual que nosotros, Al Lado del Camino.
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