Las luces del camión alumbran el asfalto viejo y cansado de la noche. Los ruidos de la carretera también duermen. Acaso un silencio tímido se asoma por entre el viento. Ya no hace frío. Las estrellas se conjugan perfectas alrededor de la luna. Este conductor, que prefiere ser llamado “El Lobo”, recibe luz verde y toma camino.

Apenas le dio un sorbo a su termo de café, bien caliente, bien cargado y sin azúcar, sintió ese ardor en la punta de la lengua que se roba por minutos el sentido del gusto. Encendió un cigarro para distraer la molestia y sorber una vez más. “¡Ah, qué bueno está!”.

De a poco el peso de las sombras inundó el camino. Este primer bostezo debió ser una señal, pero El Lobo no hizo caso. Sacó su botella de agua y le metió un sorbo más bien generoso. Su padre le había dicho desde niño, que el agua era más efectiva que el café para no quedarse dormido. Por si las dudas, siempre que viajaba de noche, llevaba de los dos.

Se talló los ojos y puso la lista de canciones justo para ese momento: “moviditas mix”. La radio arrojaba una de cada género y todas le hacían honor a la etiqueta que las segmentaba para ahuyentar el sueño. Debieron pasar unas tres horas cuando la música perdió su efecto.

El Lobo recuerda que pensó en detenerse para estirar las piernas y jalar aire frío en la tupida noche. Solo lo pensó. Al final decidió sacudir la cabeza y echarse tantita agua directo en la cara. Qué paliativo tan fugaz. Minutos más tarde el dolor de cabeza y el calor en el vientre lo despertaron.

Pasaron tres días hasta que su esposa le contó lo que decía el reporte. “N’hombre, señora, antes diga que está vivo. Esas volcadas ya no las cuentan. Sí quedó muy golpeado, pero la va a librar. Se quedó dormido y gracias a dios que se volteó pa’l otro lado, porque si ha sido para acá seguro se lleva a varios cristianos”.

Con el paso de los días, El Lobo se sentía mejor y la memoria le permitía armar el rompecabezas. Justo cuando despertó lo único que sentía era como un martillazo en la nuca y fuego en la panza. La sangre en sus manos después de tocarse no lo espantó tanto como la idea de que no estaba seguro si había chocado, se había volteado o había más heridos, por su culpa.

“Sentí que moría. Primero por el dolor, después por la culpa. No estaba seguro de lo que había pasado. La idea de haber causado un accidente o haber aplastado a otros coches con el tracto me mordió el corazón y el estómago, y la cabeza me dolía más. Cuando llegó el federal le pregunté que si había más heridos y me dijo que no. Estaba yo muy lastimado y otra vez me doblé. Extrañé a mi esposa y a mis hijos. Creí que no los volvería a ver. Pero todavía no era mi hora. Todavía no”.

Justo como la vuelta que dio su camión, recuerda El Lobo, la forma de ver la vida también se le volteó. Ahora sabe y está consciente que un viaje siempre es de ida y no necesariamente de regreso. Entiende que la vida pasa hoy y por eso hay que estar agradecidos. Toma una decisión a la vez y nunca más se ha subido a su tracto sin haber descansado lo suficiente. Hoy quiere disfrutar la mágica oportunidad de seguir rodando sobre esta remota Autopista del Sur.