Cuando escuchó que le dijeron “Doctor Alarcón”, así, con mayúscula, sintió un pinchazo en la boca del estómago que tardó mucho en desaparecer, ya que él, Ricardo, alias Richie, siempre quiso ser trailero, pero para lograrlo sus padres le pidieron que terminara la carrera de Medicina, pero nunca se vio ejerciendo, así que debía cambiar el bisturí por el volante.
Su destino no estaba en el quirófano, donde sus manos firmes y su mente aguda eran respetadas, sino en la cabina de un Freightliner Cascadia rojo. Hoy, a sus 38 años de edad, con un título de médico cirujano colgado en la pared de la sala de sua padres, Ricardo recuerda cuando cambió la bata por el overol, el estetoscopio por la banda de radio y el quirófano por el interminable asfalto de las carreteras mexicanas.
Nacido en Naucalpan de Juárez, Estado de México, en una de las tantas colonias populares, Ricardo fue el primer universitario de su familia. Sus padres, maestros de primaria, veían en él la culminación de sus sueños. Desde niño mostró una inteligencia brillante y una empatía natural, razón por la que eligió Medicina cuando sus padres casi lo obligaron a estudiar la universidad.
Justo al terminar la preparatoria les dijo que quería ser trailero, que ese era su sueño y que le gustaría empezar en ese momento. Que ya tenía quien le enseñara a manejar y hasta chamba segura cuando estuviera listo, pero sus padres se negaron y le dijeron que cuando les entregara el título, podría él hacer lo que quisiera. Ellos creyeron que con el tiempo se le pasaría.
Y lo que pasó fue el tiempo, seis años en total, mientras Richie acumulaba horas de guardia en hospitales, la emoción del futuro lo alimentaba. Por un lado, la difícil batalla contra la muerte, y por el otro, la esperanza de al fin poder dedicarse al volante.
La claridad también llegó con los días, o específicamente con las noches. Fue durante una guardia de treinta y seis horas, mientras miraba por la ventana la autopista que cruzaba cerca del hospital, que tuvo una epifanía.
Vio pasar un tractocamión, imponente y libre, bajo las luces de la ciudad. Recordó las historias de su abuelo materno, don Pepe, que había sido trailero en los años 70 y siempre le contaba sus aventuras y la inmensidad de los paisajes. Aquel recuerdo lejano se encendió como una chispa.
La decisión no fue fácil. Dejar una carrera de prestigio, una vocación de servicio, para adentrarse en un mundo completamente desconocido, generó incomprensión y preocupación en su familia.
Sus colegas lo consideraron una locura. «¿Un médico trailero? ¡Es un desperdicio de talento!», le decían. Pero Ricardo sentía una necesidad visceral de tomar el volante de su propia vida, de encontrar una forma de servir, sí, pero en sus propios términos.
Invirtió sus ahorros en la capacitación de operador de tractocamión y en obtener su licencia federal. No sin ironía, su conocimiento de anatomía le ayudó a entender la ergonomía de la cabina, y su disciplina médica, a seguir las normas de seguridad al pie de la letra.
Se empleó con unos amigos que desde hacía tiempo le habían ofrecido el trabajo, incluso bajo las consideraciones de ofrecer sus servicios, también como médico.
Sus primeras rutas fueron un desafío. La soledad era inmensa, pero era una soledad diferente a la del hospital; llena de paisajes y horizontes infinitos. Aprendió a amar el rugido del motor, el cambio de velocidades, la responsabilidad de una carga valiosa.
Curiosamente, la presión de la carretera era distinta: era física, mecánica, logística, pero no tan visceralmente emocional como la presión de la vida y la muerte.
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La sorpresa llegó cuando, en un incidente en carretera, un compañero operador sufrió un corte profundo. Ricardo “El Doc” Alarcón, por instinto, aplicó sus conocimientos médicos para detener la hemorragia y estabilizarlo, hasta que llegaron los paramédicos.
Esa experiencia corrió como pólvora. Pronto, otros operadores empezaron a buscarlo para pedirle consejos sobre salud, para que revisara una herida o para una opinión sobre un dolor de espalda. «El Doc», como empezaron a llamarlo, se convirtió en una especie de médico itinerante de la carretera.
En su cabina, además de sus mapas y bitácoras, siempre lleva un kit de primeros auxilios avanzado y algunos libros de medicina. Su camión, «El Ambulante», es un faro de esperanza para muchos. Sigue entregando mercancías por todo el país, pero ha encontrado un nuevo propósito.
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