“Señora Concepción Coronado, tenemos a su esposo y él no quiere cooperar. Le estamos llamando para que nos pase las contraseñas del banco o, de lo contrario, le irá peor. Y si no nos cree, mira este video. No se le ocurra hacer una tontería porque nos vamos contra usted y contra sus hijos…”

Temblando, con la boca seca y reteniendo las lágrimas y hasta un grito que termina por ahogarse, Concepción abre la aplicación del teléfono y revisa el video que le acaban de mandar. 

Se ve a un hombre encapuchado que sostiene un pedazo de tronco y golpea a un hombre tirado en el suelo. El hombre es Sergio, su esposo, y trae puesta la ropa que apenas ella había planchado ayer. Se le escucha pedir que no le peguen, que no llamen a su esposa.

Tal vez el que sostiene el teléfono le grita al armado que le dé más duro para ver si así coopera. Tira batazos a diestra y siniestra y, visiblemente, más de uno conecta con el objetivo, que sigue pidiendo que no le peguen, que no le llamen. 

Mientras eso sucedía, otros dos encapuchados hicieron rápido la maniobra. Cuando bajaron a Sergio y lo aventaron sobre el acotamiento, aquel par se subió al tracto y lo echó a andar para perderse, primero sobre la pista y después sobre un viejo camino de tierra. Arrastraba una cama baja con maquinaria especializada y muy costosa. Otro caso común de inseguridad.

El robo había sido consumado, pero todavía no decidían qué hacer con Sergio. No es que tuvieran demasiado tiempo, pero aparentemente tampoco tenían prisa, pues se estaban dando “gusto” con el video para la señora Concepción. 

Sergio estaba por perder la conciencia cuando el del bate se cansó o se aburrió y dejó de golpearlo. Lo subieron a la camioneta y dejaron la escena, por la que nunca pasó una patrulla, y no sólo eso, sino que el primer vehículo oficial fue una ambulancia que pasó quince minutos después. 

No se sabe si fue por lástima, por respeto o simplemente para evitarse un conflicto mayor, incluso pudo ser suerte, pero unos kilómetros más adelante lo aventaron sobre la zanja, sin cartera, sin teléfono y sin dinero, apenas con la poca cordura que le quedó. Eso sí, todavía podía caminar. 

Luego de echar un vistazo y confirmar que los delincuentes se habían ido pudo incorporarse y tomar camino hacia delante, en busca de una patrulla, algún negocio o quizá una casa, para denunciar el hecho de inseguridad. Así encontró a una persona que, por la confianza de sus pisadas, se podía suponer que era de por ahí.

Se le acercó y le contó lo que había pasado, así que lo llevó a su casa y le dio agua, le ofreció ropa y le prestó su teléfono. Llamó a Concepción, su esposa, y ésta le preguntó si estaba bien, si le habían hecho más daño que le volvieron a llamar.

Ella estaba a punto de decirle que les daría las contraseñas y las claves que le estaban pidiendo, pero le colgaron. Ella no podía verlo sufrir en ese video, pero él le dijo que no se preocupara, que ya estaba bien. Le pasó al buen samaritano para que les diera razón de dónde estaban. 

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Días después, ella recibió una llamada con el mismo tono que el antes descrito, pero ahora Sergio estaba a su lado. No les creyó y colgó; cambió de número telefónico y se quedó un poco asustada por la inseguridad, mientras su esposo sigue, al igual que nosotros, Al Lado Del Camino.