El aire vibra con el eco del motor mientras el sol de la tarde se reflejaba en el cromado pulido del Kenworth. Ana, con sus manos firmes en el volante y la mirada fija en el horizonte, siente el rugido de la máquina en sus entrañas. Son vibraciones familiares, la reconfortan. 

Pero hoy, además, repara en otro sentimiento, otra especie de rugido, éste más sordo y constante. La sigue a todas partes. Es el de la sorpresa, la incredulidad y, a veces, la velada condescendencia de aquellos que la ven.

«¡Una mujer al volante de ese monstruo!» 

La exclamación, casi siempre en voz baja o disimulada, es un eco constante en las paradas de carretera, en las gasolineras, incluso en las empresas de transporte. Ana ya está acostumbrada a las miradas curiosas, a los rostros de asombro que se giran al verla descender de la cabina de su tractocamión. 

A veces, incluso, la sorpresa es inocente, pero otras veces va cargada de un prejuicio implícito: el de que ese no era un trabajo para una mujer.

«Mi nombre es Ana y soy trailera. Así de simple», dice, con una voz que, a pesar de su tono tranquilo, tiene la fuerza de quien ha aprendido a hacerse escuchar. 

“Llevo quince años en esto. He cruzado montañas, desiertos, ciudades. He enfrentado tormentas, bloqueos y la soledad de la carretera. Mi camión es mi oficina, mi hogar temporal, mi compañero de viaje. Y no soy la única mujer haciendo esto. Hay muchas más”.

Ana no busca ser una heroína, ni una pionera. Su anhelo es mucho más sencillo y profundo: la normalización.

“Quiero que la gente deje de sorprenderse”, confiesa, mientras ajusta el espejo retrovisor. 

“Que cuando me vean en la carretera, conduciendo, o en un área de descanso, solo vean a un trailero más. Que no haya una distinción de género, que simplemente sea mi oficio, como el de cualquier otro profesional”.

Recuerda que hace mucho, en una gasolinera remota, un niño se acercó a su camión con los ojos muy abiertos. 

“¡Mamá, mira, una mujer manejando el camión!”, gritó, señalándola. Su madre, avergonzada, lo regañó. Ana sonrió. “No lo regañe, señora. Es natural que le sorprenda. Lo que quiero es que, en unos años, a ese niño ya no le parezca extraordinario. Que sea tan común como ver a un hombre o una mujer conduciendo un coche”. 

La vida en la carretera es dura. Largas horas, soledad, la presión de los plazos. Es un mundo que históricamente ha estado dominado por los hombres. Pero Ana, y las muchas mujeres como ella que han encontrado su vocación al volante de un camión, han demostrado que la fuerza, la habilidad y la determinación no tienen género.

“No es cuestión de ser ‘fuerte como un hombre’”, explica Ana, con una pizca de hartazgo en su voz. 

“Es cuestión de ser profesional, de saber tu trabajo, de manejar la logística, de mantener la calma bajo presión. Y en eso, no hay diferencia entre un hombre y una mujer. Tenemos las mismas responsabilidades, los mismos desafíos y las mismas capacidades”.

Ana hace un llamado. Un llamado a la sociedad, a los medios de comunicación, a las empresas, incluso a los propios compañeros traileros. 

“Por favor, normalicemos nuestra presencia. No nos vean como una novedad, sino como parte integral de esta industria. Somos profesionales que movemos el país, que llevamos la mercancía a cada rincón. Somos parte de la cadena, no una excepción”.

Con cada kilómetro recorrido, Ana no solo transporta carga, sino también un mensaje. Uno de igualdad, de respeto y de la simple verdad de que el camino, como la vida, está abierto para todos.

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El rugido de su motor es también el rugido de un deseo: el de que algún día, muy pronto, la imagen de una mujer al volante de un tractocamión sea tan cotidiana y natural como el sol que se eleva cada mañana sobre la autopista. 

Y entonces, Ana, y todas sus compañeras, podrán conducir en paz, sin las miradas, sin los asombros, solo con la satisfacción de un trabajo bien hecho y el respeto que merecen, para seguir, al igual que nosotros, Al lado del Camino.

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