El tractocamión amarillo salió primero. Ahí iba, cargado de arena. Apenas dio vuelta y solo se veía el rastro de la carga en el piso. A lo lejos se oyó el claxon que bien podía significar un “hasta la vista”. Desde acá los otros le respondieron con dos bocinazos, el segundo un poco más largo.

Enseguida fue el camión rojo, “El Diablo”, el que empezó a andar sobre su esqueleto cansado. En la escena no se logra ver qué transporta, pero por su paso lento se podría presumir que iba sobrecargado. También emitió el sonido de la partida con un eco que se perdió en la calurosa tarde de marzo, cuando el tiempo se detuvo por la cuarentena del coronavirus.

Momentos después, ambos vehículos se encontraron en un parador. Los conductores se saludaron y simularon la sana distancia, cruzaron un par de palabras y ni siquiera comieron. Sólo unas aguas para el camino y listo. El del camión amarillo, “El Piolín”, alardeó que podía hacer una maniobra imposible. Su interlocutor se acomodó para tener el mejor ángulo.

“El Piolín” aceleró a una velocidad improbable y se derrapó apenas unos metros adelante. Tiró toda la arena. La cara de quien conducía el “Diablo” fue de asombro. No imaginó que su colega pudiera hacer esa maniobra. En realidad nunca hubo peligro. Todo estaba en orden.

Cada uno volvió a su unidad continuaron su camino. El de la arena se adelantó y se perdió en las nubes de polvo que levantó a su paso. El conductor del “Diablo” sonrió, todavía reviviendo la imagen de la maniobra anterior. Fue una de esas sonrisas que iluminan, redonda, la cara de un padre. 

El 10-28 del conductor del camión rojo es “El Tiburón”. Se lo debe a su afición por el América en aquellos tiempos de Joel Sánchez, en los umbrales del siglo XXI. Se hizo trailero porque apenas se subió a un tracto, ya nomás no pudo bajarse. Y le dio para mantener a su familia, aunque no la veía por muchos días.

El del “Piolín”, que perdió toda la arena de su carga, es su hijo Daniel, de seis años. Su nueva memoria está llena de tractocamiones a escala de todos los tamaños. Quizá una de las primeras cosas que supo en la vida fue que, de grande, quería ser trailero como su papá. Al menos su imaginación le da para derrapar a toda velocidad sin causar un solo accidente. Quizá las uñas sucias de tanto jugar en la tierra sea el único motivo de sanción en el reglamento materno. Nada grave.

El “Tiburón” y Daniel llevan miles de kilómetros recorridos, a escala, durante dos semanas. El operador ha tenido escasos viajes por la cuarentena. La empresa para la que trabaja no fue considerada esencial y entre sus compañeros se reparten los escasos viajes que van saliendo. Si bien está preocupado por los ingresos de la familia, sonríe al darse cuenta que la espera merece toda la pena, pues Daniel no lo ha dejado descansar ni un solo día. Se la pasan jugando.

–Y ¿cuándo me vas a enseñar de verdad, papá?, pregunta Daniel.

–Ya nomás que pase la cuarentena, Mijo. Ya verás cómo aprendes bien rápido.

El niño sonríe y su papá intenta secuestrar la imaginación pueril en la que, acaso, Daniel logra verse en un tractocamión como este, amarillo, que perdió la carga. El conductor es reservado y por eso se distrae. No quiero ponerse sentimental y levanta el parque vehicular del suelo antes de que le abran las llaves de los ojos.

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Ya cuando pase la cuarentena, dice, se llevará a Daniel a darse unas vueltas por el país, para que conozca, aprenda y sepa que este oficio no es fácil, pero cuando uno descubre que nació para esto, ya no hay nadie que lo baje del tracto. Ya no habrá nada que no le permita hacer sus propias maniobras en esta remota Autopista del Sur.