La mañana había despertado más fría que de costumbre. El Puerto de Guaymas, en Sonora, lucía tranquilo. Pocos barcos, pocos tractos, poca gente. Este operador, que prefiere guardar el anonimato, había llegado horas antes y aparcó ahí afuerita. Hizo fila detrás de no más de diez colegas.

Había bajado vacío de Hermosillo y debía recoger unos contenedores que iban para Los Mochis. Ya le habían contado que tuviera cuidado cuando pasara por la Guaymas–Ciudad Obregón, particularmente en Vícam, donde los pobladores ya habían liberado las vías del tren, pero que seguían cobran derecho de paso: cien pesos para camiones de todo tipo. Hasta le dieron un papelito cuya imagen circulaba en las redes sociales de operadores.

“Transitar por el territorio propiedad exclusiva de la nación de la tribu Yaqui, por disposición expresa de los artículos 886 y 895 del Código Civil Federal y sus correlativos los artículos 1061 y 1070 del Código Civil para el Estado de Sonora, en el ejercicio de derecho de accesión, corresponda a nuestra nación el cobro de peaje. El pago de estas cuotas las consideramos justas y necesarias y serán utilizadas para resolver carencias que sufren nuestras familias y niños”, se lee en el texto atribuido a los Comisionados para la Defensa del Pueblo Yaqui.

Quien relata esta historia no le dio mayor importancia e imaginó que igual y si les daba veinte pesos, lo dejaban pasar. De regreso al Puerto de Guaymas, el claxon del camión formado detrás lo despertó. Solo alcanzó a responder el sonido y avanzó unos diez metros. Echó una mirada por ambos lados en busca de algún comerciante que vendiera un café y acaso un pan. 

Luego de algunas maniobras, este operador ya tenía su carga y el tiempo justo para llegar a su destino. Justo en ese momento recibió un mensaje de otro cliente que ocupaba transporte y empezó trazar su ruta en la mente. “Voy, dejo estos contenedores, busco donde bañarme, me echo otra siesta y le doy para Guadalajara. Sí llego”, pensó.

Antes de partir se bajó por dos vasos de café y unos tacos cada vez más fríos. Comió de prisa y volvió al camión listo para bajar de un jalón hasta Los Mochis. Ya tenía tiempo que no le tocaba esta ruta, pero veinte años en el volante le habían dado la experiencia de conocer los caminos más rápidos, los únicos y, en algunas partes, las alternativas más viables ante cualquier contingencia.

Antes de llegar a Vícam, colegas suyos advertían por el radio que tuvieran cuidado, porque los pobladores se estaban poniendo bravos. “Si no quieren problemas, denles los cien pesos y sigan su camino”. “No le jueguen al vivo”. “Yo no traigo efectivo y me detuvieron el camión”. “A mí la semana pasada me pasó igual”.

Ahí enfrente ya se veían los camiones atorados por esa suerte de retén. El operador bajó la velocidad y sacó varios billetes de su cartera hasta quedarse solo con uno de a veinte. Uno de los pobladores se le acercó. Usaba un pañuelo que le cubría medio rostro. En la mano izquierda traía un bote y en la derecha un machete. De su cuello colgaba en grande el mismo texto arriba citado, con la cuota notoriamente más visible.

Sacó su cartera y le mostró que solo traía uno de a veinte. “Ahí a la vuelta, ¿no, mi amigo?” Depositó el billete azul e intentó avanzar, pero el hombre del bote y el machete le hizo una señal para que se detuviera. Desconcertado, lo hizo. Le volvió a estirar la mano para completar “el peaje”. El conductor insistió en que no traía más. El otro asintió con la cabeza y le pidió que esperara un poco más.

Se hizo unos pasos para atrás y dio una señal a otros más jóvenes que estaban del otro lado del tracto. Estos, ávidos de recibir la instrucción lanzaron una pequeña lluvia de piedras al tractocamión, del lado del copiloto. Uno de esos proyectiles estrelló el parabrisas, en la esquina superior derecha.

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“Ya puedes pasar, amigo. Yo que tú hubiera pagado los cien pesos. Es nomás para que les quede claro que no estamos pidiendo limosna y tampoco es cooperación voluntaria. Son nuestras tierras y estamos en nuestro derecho. Ándale, continúa tu camino que ya se está haciendo grande la fila”.

Solo por un segundo pensó en reclamar por el daño, pero vio que los artilleros tenían al menos una docena de compañeros a su lado, en espera de su reacción. No había policías, ambulancias, nada. Solo operadores entrándole con sus cien pesos o ateniéndose a las consecuencias. 

Pisó el acelerador para llegar a tiempo a su destino. En el camino deseó, ahora sí, no encontrarse con gendarmes ni federales o estatales, porque seguro harían lo propio por circular con el parabrisas roto. En su mente ajustó la ruta que debía seguir para resolver el daño. Todavía intentó pasar el coraje con el último sorbo de su café quemado y frío. Continuó su camino hacia esta remota Autopista del Sur.