Eran las doce de la noche cuando Joaquín atravesó Apaseo el Grande. Lo recuerda porque en la estación de radio que iba escuchando interrumpieron una canción pegajosa para poner el Himno Nacional. Bajó el volumen para escuchar qué contaba la colegancia en el otro radio. Compañeros que reportaban falsos retenes, accidentes y bendiciones. La rutina.

Le faltaba poco para llegar a su destino cuando sintió un escalofrío que le recorrió la médula. Por mero instinto se apretó la chamarra de pana. Se frotó las manos con el vaho de su boca y abrió aún más los ojos para continuar su camino. 

Pareció apenas como un segundo cuando cinco camionetas lo rodearon y obligaron a bajar la marcha y al final detener el camión a la orilla del camino. Ese breve lapso pareció infinito, pues no atinó a actuar. Ni el botón de emergencia, ni una llamada, un aviso en el radio. Nada. Se quedó pasmado hasta que un coletazo de un arma larga que chocaba con la ventana de su lado lo despertó del letargo.

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No lo sabe o no lo recuerda, pero quizá alzó las manos y cuando al fin logró entender lo que estaba pasando, o lo que estaría por pasar, abrió la puerta y enseguida sintió el calor del arma rompiéndole la cara. Una cantaleta violenta le hizo entender que se trataba de un asunto de vida o de muerte. Solo escuchó la indicación de que se pasara al asiento del copiloto mientras uno de los dos hombres armados tomó el volante y otro se pasó al camarote, siempre apuntando contra el operador. 

Las camionetas escoltaron al camión por una vereda durante unos quince minutos. Cuando el operador volvió un poco en sí, alcanzó a ver a otro grupo de personas que esperaban a las camionetas, que se adelantaron y logró ver que cargaban bidones vacíos. No era difícil imaginar que se trataba de huachicoleros, pero lo que no entendía era porqué lo habían llevado ahí, ya que su camión venía cargado.

Casi como si el nuevo conductor hubiera leído su pensamiento, explicó la situación, aunque no con estas palabras: si no cometes ningún error, saldrás con vida. Solo quédate tranquilo y esto se acabará pronto. Alcanzó a mover la cabeza para asentir cuando se sorprendió la velocidad con que los de allá abajo llenaban los enormes recipientes. 

Habrían pasado unos quince minutos cuando estaban por llenar la última camioneta. Una más pequeña aguardaba a los que hacían la maniobra. Todos traían radio para comunicarse y el operador alcanzó a interpretar una especie de alarma. En cuestión de segundos los hombres abordaron los vehículos y salieron a prisa. No fue precisamente salir, pues no estaban dentro, pero así lo señala el conductor que recuerda haber visto o escuchado unas sirenas a lo lejos. 

Es todo lo que recuerda. Cuando despertó estaba tirado en medio de la nada. Imaginó una resaca de tres días por el dolor de cabeza y solo hasta que se tocó la sien, descubrió que el dolor era de otra naturaleza por la sangre todavía fresca que se le pegó en la mano. Buscó en los bolsillos de su chamarra, en el pantalón y no traía nada.

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Ni cartera, ni teléfono ni un solo peso. Al menos podía caminar, pensó. Y eso fue lo que hizo, caminar en dirección al sol, pues calculó el mapa en su mente y sabía que no podía estar demasiado lejos de alguna carretera o donde al menos hubiera una persona que lo pudiera auxiliar. Así fue, casi media hora después estaba de vuelta en la carretera por donde lo interceptaron. 

Un colega se detuvo para echarle la mano. Luego de contarle lo que había pasado llegó la patrulla a la que habían llamado hacía unos quince minutos. Se fue con los uniformados y se despidió del otro operador. Ambos sonrieron al imaginar la suerte de estar haciéndolo, pues en estos días uno ya nunca sabe. Uno en su tracto y otro en la patrulla, cada uno habrá de seguir retomando su oficio en esta remota Autopista del Sur.