El miércoles 14 de julio, José Iván salió de Monterrey con destino a Chihuahua. Aún no amanecía cuando se subió al tracto cargado con rollos de acero. Llegar a Parral le llevaría buena parte del día, y tenía programado regresar al día siguiente también cargado.

Era un viaje de rutina, pues este operador de 38 años lleva ya varios años haciendo la misma ruta. Hasta el clima era amable cuando tomó carretera. Llevaba casi una hora conduciendo cuando notó que un vehículo lo estaba siguiendo. No lograba identificar el tipo de unidad, pero sabía que desde hacía rato ya podía haberlo rebasado. 

Intentó omitir la preocupación y quiso distraerse con la música que salía despacito de las bocinas. Tomó un buen sorbo de café cuando la mañana empezaba a clarear. Debieron pasar como 15 minutos cuando al fin logró identificar la camioneta que permanecía detrás. Puso las intermitentes para simular que se iba a detener y confirmar que aquel vehículo lo estaba siguiendo, o de una buena vez lo rebasara. 

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Así fue, la camioneta pick-up de modelo reciente lo rebasó y José Iván exhaló el tufo de preocupación que lo acompañaba. Aun así, esperó 10 minutos para retomar el camino. A menos de dos kilómetros, la misma camioneta había hecho lo propio: se orilló con las intermitentes encendidas, y la preocupación y sospecha regresaron al interior del camión. 

Apenas rebasó a la pick-up, ésta regresó al camino. Ya no había dudas. Mientras intentaba reaccionar para dar aviso a la empresa y compartir la advertencia con la colegancia, ya por el Libramiento de Saltillo, apareció un segundo vehículo y, entre ambos, le cerraron el paso. 

El mismo modus operandi: hombres con armas largas, encapuchados, apuntaron, subieron al camión y ordenaron a Iván que pasara a la parte de atrás. Uno de los hombres empezó a manejar el tracto mientras otros dos, golpeaban y amordazaban al operador. La retahíla de frases que espantan al miedo le cercenaban los oídos. Amarrado de pies y manos, con una cinta que le apretaba la boca, el protagonista de esta historia solo cerró los ojos e intentó no pensar en nada. 

Solo sus oídos seguían abiertos. El motor del camión, las amenazas, las llamadas entre vehículos: todo tan rápido y tan intenso, que nunca reparó en los golpes que recibía su cuerpo, en el hilo de sangre que recorría primero su boca y luego su cuello, y después se perdía entre la cobija y una chamarra con la que le mal taparon el rostro. 

No está seguro de si se desmayó, se durmió o qué pasó, pero de pronto todo fue silencio. La nada dentro del tracto. Cuando puso atención, identificó ese sonido que dejan los autos en carretera cuando van muy rápido. El eco del vacío al que se dirigen los automovilistas. 

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Como pudo se movió sobre la colchoneta del camarote para patear la ventanilla trasera. Colegas que se habían estacionado ahí mismo escucharon el ruido de los golpes en el cristal. Se acercaron, se asomaron y, al fin, uno de ellos abrió la puerta del conductor. No tenía seguro y subió. Vio al compañero amordazado, horrorizado y aliviado al mismo tiempo porque la ayuda había llegado. 

Lo desataron, le ofrecieron agua y se enteraron de lo sucedido. Le informaron que estaba en Gómez Palacio, Durango, y que su plataforma estaba vacía. José Iván se quejaba de dolor en las muñecas y en la boca. Lamentó el robo y pidió un teléfono celular para comunicarse con la empresa. También llegaron los policías, hizo los trámites, la denuncia y, al final, vivió para contarla y seguir rodando por esta remota Autopista del Sur.