Luego de casi un mes fuera de casa, Juan Luis disfrutó un fin de semana entero con su familia. Llevó a sus hijos al parque, jugaron videojuegos y, la última noche antes de volver a salir, armaron un maratón de películas de terror. 

Durante los últimos cinco años así era su rutina: procuraba llenarse de los suyos para aguantar semanas lejos de ellos. Hacia la tarde del domingo debía estar de vuelta en el patio de la empresa para subir un flete al Puente Colombia, en la frontera con Estados Unidos. 

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Traía el tanque lleno, le dijo a uno de sus compañeros cuando llegó a la empresa, refiriéndose al bienestar que le provocaba estar con su familia al menos dos noches. Estaba listo para las siguientes tres semanas de viajes programados por todo el país. 

Recibió la orden y el camión enganchado. Hizo su ritual frente a la Virgen de Guadalupe que despide a los operadores en el patio de la empresa y emprendió camino. Ya estaba oscureciendo, pero Juan Luis había descansado bastante bien y hasta puso música para amenizar el trayecto. Se reportó en el radio con sus colegas y se fue. 

Un par de horas después, el centro de monitoreo de la compañía recibió una alerta. El operador alcanzó a presionar el botón de pánico, pero quedó totalmente incomunicado. Por más que trataron de establecer contacto con él, los intentos fueron en vano. 

Juan Luis iba conduciendo el tractocamión cuando un vehículo rojo lo rebasó por la izquierda. Apenas lo había superado, el auto compacto estabilizó la velocidad y quedó enfrente de la unidad pesada. Adelante había mucha carretera, pero ahí se quedó, obstruyendo al operador, que no sabía bien de qué se trataba ni qué hacer, aunque por supuesto, sospechó que había algo raro. 

Fue en ese momento cuando Juan Luis presionó el botón de emergencia, pues así lo indicaba el protocolo: más vale prevenir. De pronto, del vehículo rojo se asomaron dos lámparas muy luminosas que apuntaban al conductor del tractocamión. La visibilidad se complicó tanto que debió protegerse de la luz con una mano y empezó a adivinar el camino delante de él. 

Conocía la carretera, pero la noche ya había llenado todos los espacios. El auto rojo se puso delante del camión y Juan Luis no tuvo más remedio que moderar su velocidad y mantener la distancia. No había forma de orillarse en ese tramo, así que detenerse no era una opción. 

Sonó su teléfono celular. Él quería contestar, pero debía estar completamente atento al camino y a lo que parecía un intento de robo. El coche rojo volvió a cambiar de carril para emparejarse con el tracto. En cuanto estuvo a un lado se oyó un disparo. Acaso una escopeta o un arma de alto calibre, pues no tuvo problema en atravesar la puerta del conductor y casi deshacerle el brazo izquierdo. 

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Quizá fue puro instinto, pero Juan Luis siguió conduciendo. Sabía que no estaba lejos del cruce donde suelen pararse algunos colegas y siempre hay vigilancia federal. El auto rojo aceleró y se perdió en la oscuridad. El conductor vio una patrulla y se orilló detrás de ella. Solo atinó a tocar el claxon y se desvaneció. 

Los reportes indican que llegó desangrándose, y cuando los policías abrieron su puerta ya estaba inconsciente. Llamaron a una ambulancia y fue trasladado al hospital más cercano. No hubo mucha esperanza de que pudieran salvar su brazo, pero sobreviviría y necesitaría varias semanas para recuperarse. No hay certeza de que pueda regresar a trabajar en esta remota Autopista del Sur.