La vida de Ernesto «El Central» Soto se midió durante veinte años en lapsos de 90 minutos, interrumpidos solamente por el sonido agudo de su silbato. Nunca pensó ni imaginó ser trailero.
De lunes a viernes, Ernesto era un tranquilo empleado de una bodega en Querétaro, pero su pasión llegaba los fines de semana, cuando se convertía en “El Central”, un árbitro de futbol que se tomaba muy en serio la impartición de justicia en las canchas polvorientas de su colonia y en los llamados llanos.
El futbol era su pasión, pero también su techo de cristal, ya que el dinero nunca fue suficiente. Mientras se sentía satisfecho con sus días, al mismo tiempo soñaba con viajar y conocer todo el país. Había ocasiones en las que ver el mismo horizonte desde el centro de la cancha se volvía tedioso.
Como un contragolpe inesperado, una oportunidad se le presentó a pie de carretera. Y sí fue en la 57. Su primo, que trabajaba en una flota de transporte, se lo encontró mientras pasaba por la autopista y Ernesto se había detenido para comprar unas cosas.
—Deja ese silbato, Ernesto —le dijo su primo, con la voz ahogada por un trago de café—. Acá donde trabajo necesitan conductores de manera urgente, para la ruta larga, de Laredo a Chiapas. Pagan tres veces lo que te da un fin de semana pitando.
El dinero fue el primer y poderoso imán. Ernesto soñaba con darle una mejor casa a su esposa, con dejar de contar monedas para la gasolina. Pero, mientras su primo hablaba de pesos y comisiones, los ojos de Ernesto se fijaron en el reflejo de la ventana: un International reluciente, con una caja blanca inmensa, esperando salir a devorar kilómetros.
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Fue el momento de la verdad. Dejar la cancha, donde era el dueño del tiempo y las reglas, por la carretera, donde era un grano de arena a merced del clima y el tráfico. Pero el camión prometía el tesoro que el futbol nunca le daría: conocer el país.
Ernesto tomó la decisión en menos tiempo de lo que tarda en pitar un penal. Se despidió de sus compañeros en la bodega y también de las amistades que había hecho en la cancha, y así fue como cambió su uniforme negro por una chamarra de mezclilla.
El cambio fue brutal. El silencio del camión era ensordecedor comparado con el griterío de la cancha. La soledad, implacable. Su primer viaje a Chiapas fue un bautismo de fuego: el calor sofocante, la densa niebla en las montañas de Oaxaca y el miedo constante a la falla mecánica.
Pero cada vez que la carretera se abría y le revelaba un nuevo paisaje, Ernesto entendía que había ganado.
Cruzó los puentes de Sinaloa, sintiendo la brisa del Pacífico. Vio los volcanes nevados en Puebla, mucho más imponentes que cualquier tribuna llena. Se detuvo en los puertos de Veracruz, con ese olor a sal y caña, tan distinto al césped cortado.
—Oye, Central, ¿cómo está la ruta? —le preguntaban otros transportistas.
Y él contestaba, con la autoridad de un árbitro: —Limpia, jefe, pero cuidado en el kilómetro 45, hay doble amarilla por exceso de velocidad.
Aprendió que, aunque en la cancha él hacía cumplir las reglas, en la carretera solo había una regla no escrita: la solidaridad. Un camión averiado en la noche no era un equipo rival, sino un compañero que necesitaba ayuda. Y no había un silbato para parar el tiempo, solo la tenacidad para seguir adelante.
El Central nunca se arrepintió de cambiar el futbol por el asfalto. El dinero le dio estabilidad, sí, pero lo que realmente lo hacía feliz era despertar cada mañana en un estado diferente, con un horizonte distinto.
Su camión era su tribuna, y cada amanecer, el inicio de un partido de 24 horas contra el tiempo, el cansancio y la inmensidad de México.
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