Lauro González ya no quiere subir de Guadalajara hacia la frontera en Chihuahua. En los últimos cuatro meses, ha tenido que pagar más de 20,000 pesos solo para pasar por Gómez Palacio, Durango. Cuando piensa en las “razones”, repara en lo absurdo de las mismas: “No hay ni para dónde hacerse”, afirma.

La primera vez fue en mayo, cuando debía subir a la capital de Chihuahua para dejar materias primas en una fábrica de alimentos procesados. Solía ser un viaje agradable, casi de rutina. Incluso le daba tiempo de pasar a saludar a unos familiares cercanos.

Justo al llegar a Gómez Palacio, identificó una especie de retén compuesto de policías municipales y de tránsito. Lo detuvieron y se bajó del camión. Pensó que la revisión de rutina, incluso, le serviría para estirar las piernas. Cuando se acercó a los uniformados, el diálogo fue más bien hostil.

–Sus papeles, por favor. Incluyendo el de pesos y dimensiones. 

–Claro, oficial. Todo está bien. 

–Pero necesitamos todos sus papeles. 

–Sí, sí. Ya se los muestro.

Regresó al vehículo y tomó la maletita donde guardaba la información de cada viaje. Volvió con los policías y uno de ellos, con un tono de advertencia, le dijo que si no traía la documentación completa, ni lo hiciera perder el tiempo. 

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Seguro de que tenía todo lo necesario, Lauro asintió y preparó el maletín. El oficial empezó a revisar cada uno, con minucia. Dejó un momento al operador y fue a buscar a su compañero. Dos minutos después regresó, con evidentes signos de preocupación. 

–¿Qué cree, amigo? la dirección de la Carta-Porte no checa con la de la cédula fiscal. Aquí dice un número y acá otro —dijo el policía señalando las diferencias que mencionaba. 

Lauro abrió tanto los ojos como le fue posible, pues no daba crédito a lo que escuchaba. Incluso creyó que se trataba de una broma; pero cuando volvió a mirar los ojos del oficial, entendió que hablaba muy en serio. En ese momento, recordó que ya sus compañeros le habían contado de estos abusos en Durango. 

Insistió, pues, en que la documentación estaba en regla y que ya se le hacía tarde para descargar el flete. 

–Hágale como quiera, mi buen. Sus papeles aquí se quedan hasta que compruebe que son los correctos.

–Y cómo quiere que lo compruebe si justamente esos son los papeles. Qué más prueba quiere. 

–Ya le dije. Nosotros tenemos todo el tiempo del mundo. Si quiere ya irse, pues nomás demuestre que dice la verdad o nos ponemos de acuerdo y listo. 

–¿Ponernos de acuerdo? Pues yo nomás traigo 200 pesos.

–No, pues tampoco nos falte al respeto. Ya así para dejarlo ir rápido mínimo son 2,000. 

–No, pues de dónde. Imposible. Y menos por un invento de ustedes. Mejor le llamo a mi patrón, para que mande a alguien. Al fin todos sabemos lo que pasa aquí. Todo está en regla. 

–Ándele, pues. Llame y les pregunta, dígales que también nos pueden transferir. Aquí mismo traemos la aplicación del banco en el teléfono. Nomás nos dice y le pasamos el número de tarjeta. 

Se comunicó a la empresa para explicar la situación. Le preguntaron cuánto le estaban pidiendo. Hicieron cuentas y sopesaron los pros y contras. Dos mil pesos era menos dinero que la multa que debían pagar al cliente por el retraso. Mucho menos. 

Con resignación, Lauro le pidió al policía el número para transferir. En cinco minutos le devolvieron los papeles y, frustrado, tomó su camino. Se fue sumando en la mente lo que habrían de ganar los policías con los más de 10 vehículos que tenían en el falso retén. 

Él perdió casi media hora, la empresa perdió 2,000 pesos y todo continuaba. Sonrió con burla pensando en la falta de justicia, pero ya debía apurarse con la entrega. 

De modo que muy rápido se le olvidó el asunto, ya que sabía que, desafortunadamente, esto también es parte de la vida en esta remota Autopista del Sur.