Con una población superior a los 20 millones de habitantes, que generan cerca de 31 millones de viajes al día y una posesión vehicular cercana a los seis millones de automóviles, la presión para la prestación de servicios públicos hace de la movilidad un gran reto.

La ciudad es el espacio que facilita el intercambio de bienes y servicios, de manera que la carencia de planeación y de una estrategia clara de movilidad, basada en criterios de continuidad y de fomento a un desarrollo congruente del transporte urbano, ha provocado niveles de calidad del aire poco aceptables, una movilidad complicada, inseguridad y un servicio de transporte público que no cumple con los estándares de calidad.

El modelo de transporte de concesiones individuales sobrevivió a cincuenta años de desarrollo del país y de la ciudad en particular, mostrándose eficiente en su funcionamiento. Posteriormente, la estatización del transporte generó una pausa que permitió la convivencia de la ley con el desarrollo de la ciudad pero, con la quiebra de la Ruta 100, requirió una revisión.

La Ley de Transporte de 1995 precisó prioridades, con las que buscaba la organización del transporte y establecer pautas claras entre la autoridad y el transportista, además de atender al usuario y definir en sus reglamentos una fórmula tarifaria. Sin embargo, imperaba el desorden y la complicidad entre autoridades y transportistas, y la autoridad se limitaba a administrar el desorden que heredara de otras administraciones.

Esta situación de calma organizacional e institucional, los cambios generacionales, las nuevas tecnologías y otros conceptos en puerta, trajeron consigo modificaciones necesarias a la ley, dando un nuevo giro a nuestro marco legal: la nueva Ley de Movilidad 2014.

A pesar de ello, prevalece entre los transportistas el problema de observancia de la ley, su aplicación igualitaria y el entendimiento de la problemática de la movilidad, del transportista, del ciudadano, y de la discrecionalidad para la definición tarifaria por parte de la autoridad.

Por muchos años se soslayó el interés público en el servicio, y ahora es necesario alcanzar un cambio planificado, con el consenso de las partes, reglas claras para todos, un tiempo de ejecución viable, el cumplimento verificado por las autoridades y la representación social. Ha pasado un tiempo considerable para desarrollar esas capacidades en las organizaciones de transportistas, pero han empezado a adaptarse a los retos, a la búsqueda de verdaderas soluciones y a negarse a los paliativos para el servicio de transporte público en la Ciudad de México.

La filosofía de una ley de transporte ha dado un vuelco: se ha transformado en una ley de movilidad que privilegia a una familia de modos de transporte más racional, orientada a la eficiencia en el uso del espacio urbano y sus riesgos ambientales; sin embargo, no es la creación de leyes la única solución, queda aún por hacer la parte más difícil: el entendimiento y cumplimiento de la ley por los actores involucrados.

Debemos de reconocer que la Ley de Movilidad es un esfuerzo muy importante de la Asamblea Legislativa y del Gobierno del Distrito Federal (GDF). Estamos frente a un nuevo marco legal regulatorio de la movilidad con un enfoque que admite el derecho a la movilidad, prioriza el espacio vial y establece criterios de planeación que anteriormente privilegiaban al automóvil, generando severos problema ambientales y de equidad. Respecto al tema del transporte público, la Ley de Movilidad señala varios elementos de fortalecimiento institucional para regularlo, ante la nueva realidad de la ciudad.

Uno de estos elementos es la modernización del transporte público a través de un Sistema Integrado de Transporte, que articule los servicios del transporte concesionado y los administrados por el GDF de manera física, operacional e informativa (con un mismo medio de pago).