La mañana de aquel martes parecía igual a todos los días. El sol había madrugado y las nubes se posaron tan altas y el azul del cielo era tan claro que desde este punto del mundo una persona se habría detenido unos segundos solamente para contemplar la maravilla del paisaje. 

El ruido de la carretera, de este lado, anunciaba que la vida seguía moviéndose, igual que las nubes y la persona que cinco minutos atrás se había detenido para secarse el sudor de la frente. Caminaba despacio, apenas a ladito del acotamiento y ya casi llegaba a la caseta de Tultepec, en el Estado de México. Ya de ahí le faltaba poco para llegar a su trabajo. 

Solía andar sin prisa, pues siempre salía temprano de su casa para caminar los trece kilómetros que lo separaban del almacén donde ya tenía casi un año trabajando. Le gusta lo que veía de ida y vuelta y nunca le dijo a nadie que siempre se detenía cinco minutos para escaparse del tiempo. La vida se le salía por la vista durante esa pequeña pausa que hacía religiosamente. 

Pero esa mañana fue distinta, a pesar de que no necesariamente todas eran iguales. A veces llegaba al trabajo o en la tarde a su casa y contaba algún incidente sobre el camino. Cuando recuerda este relato preferiría no saberlo. Detrás de sus pasos se aproximó un sonido más veloz que el común de los motores que circulan por ahí como a cien kilómetros por hora.

Su recuerdo es eterno, pero fueron solo unos segundos cuando giró su cuerpo y vio cómo pasaba un vehículo compacto mucho más rápido que un suspiro. Alguien abrió la puerta del copiloto y arrojó lo que parecía un bulto. Algo que rodó y rebotó sobre el pavimento varios metros. Solo en ese momento, cuando sus ojos intentaban procesar tanta información, se percató de los sonidos urgentes de las sirenas. 

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Detrás venían dos patrullas y algunos coches más. Para no arrollar lo que yacía en el suelo se frenaron de emergencia e intentaban evadirlo para seguir su camino. Una de las patrullas se quedó ahí mientras la otra continuaba lo que para entonces ya era una evidente persecución. Quien caminaba a la orilla del camino se quedó inmóvil. Su cuerpo no lograba decidir qué se suponía que debía hacer. 

Al final decidió caminar un poco más a la altura de lo que ahora permanecía inmóvil en el suelo. No logra recordar si vio movimiento o solo quiso imaginar que sí cuando descubrió que era el cuerpo de un hombre. Uno de los policías empezó a acordonar la zona mientras el otro hacía llamadas de protocolo. 

El hombre testigo empezó a armar esta historia cuando estuvo más cerca, igual que los tripulantes de otros coches que decidieron orillarse. El hombre en el suelo era un operador al que habían asaltado kilómetros atrás. Lo bajaron de su tractocamión y lo subieron al vehículo en fuga. En la caravana también iba una camioneta de tres y media. El policía del reporte sugirió que sería utilizado para traspalear la mercancía robada. Eran bocinas. 

Todavía no llegaba la ambulancia cuando el hombre que solía ver los cielos cada mañana tuvo que retomar su camino, pues no había tolerancia en su trabajo. Alcanzó a escuchar el radio de los oficiales, donde reportaban que los asaltantes habían sido capturados después de la caseta. 

Esta vez, ya en su trabajo y más tarde en su casa, contó la historia. No recuerda muchas cosas y confiesa haber soñado un par de veces con el cuerpo arrojado. Lucía una persona de unos 40 años, imaginaba su vida, a su familia. La próxima vez que se detuvo a mirar la vida esos cinco minutos, pensó muy fuerte en quienes mueren así de repente, así de violento y, como en este caso, ya no podrán, nunca más, seguir recorriendo esta remota Autopista del Sur.